martes, 25 de marzo de 2014

Don Orlando de Capurí




Ramón Sosa Pérez
Conocí a Don Orlando en marzo de 1992, al atender la invitación de Don Gustavo López, cumpliendo el viejo sueño de recorrer el Estado y renovarse en los afectos que cultivó en tareas de gobierno, hacía más de 30 años. Una luminosa mañana partimos de Canaguá, rumbo a Capurí y en el rostro de Don Gustavo emergía una radiante impresión al toparse con viejos correligionarios. Su colosal memoria me entusiasmaba en evocación de nombres y hechos del sur. Promediando el mediodía, divisamos a un hombre con machete al cinto y ropaje campechano que se entretenía desmalezando una labranza, cercana a su casa. Nomás verlo, el profesor lo saludó por su nombre de pila pero el lugareño no pareció conocerlo. Al contrario, con la herramienta enhiesta en su mano derecha se aproximó cauto, ante quien usaba su nombre sin distinguirlo apenas. Don Gustavo se apeó del vehículo, se quitó el kepis que lo cubría y le increpó jubiloso: “genio y figura, Orlando Noguera, soy Gustavo López!”. Lanzó el machete parcelero al costado y ambos se fundieron en un abrazo hondo que hizo comprender a los presentes el valor de la amistad sincera. Al convidarnos a su casa, doña Teresa salió al encuentro de quien como Director de Educación del Estado, la había designado maestra rural, hacía más de 30 años y que nunca más supo de él, encubierta en los sugestivos parajes capurenses. Renovaron los recuerdos a Chano Noguera Mora, hermano de don Orlando y la amistad de entonces que superaba la barrera de los credos políticos. Aún cuando tenían distinta doctrina, Noguera Mora y Gustavo López se avinieron en labores públicas y ambos ejercieron, a su tiempo, la Gobernación de Mérida. En las horas sucesivas todo fue camaradería y repaso por la historia local, con el atavío familiar en la hechura del pueblo, donde cada aporte a Capurí tiene la traza de un Noguera Mora. Don Orlando era el patriarca de su tierra y su casa; la casa de todos, pues nadie salía de allí con las alforjas vacías. Vimos los pergaminos que acreditaron sus estudios en Costa Rica, hechos “por decisión de Chanito que quería lo mejor para los suyos”, evocaba con orgullo al hermano diplomático, mientras revelaba el saber agropecuario y las bondades de la forrajería que trajo, años ha, de Centroamérica. La estancia de impecable producción, hablaba de un digno representante del gentilicio surandino de siempre. Mientras parientes suyos se marcharon buscando nortes de erudición como José de Jesús, Neptalí y Luciano, él se quedó en Capurí honrando la memoria de su estirpe catalana que legó sangre, patronímico y saber en esta tierra. Al cabo de un par de días, disfrutando la bonhomía del honorable paisano y su familia, nos despedimos con indudable gratitud por obsequiarnos la bondad del hogar solidario y de ancestrales valores espirituales. Hoy, cuando el Supremo Hacedor lo lleva a Su Trono, echamos de menos al último bastión de la dinastía sureña que hizo grandes a nuestros pueblos.  

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