Ramón Sosa Pérez
Conocí a Don Orlando en marzo de 1992, al atender la invitación
de Don Gustavo López, cumpliendo el viejo sueño de recorrer el Estado y
renovarse en los afectos que cultivó en tareas de gobierno, hacía más de 30 años.
Una luminosa mañana partimos de Canaguá, rumbo a Capurí y en el rostro de Don
Gustavo emergía una radiante impresión al toparse con viejos correligionarios. Su
colosal memoria me entusiasmaba en evocación de nombres y hechos del sur. Promediando
el mediodía, divisamos a un hombre con machete al cinto y ropaje campechano que
se entretenía desmalezando una labranza, cercana a su casa. Nomás verlo, el
profesor lo saludó por su nombre de pila pero el lugareño no pareció conocerlo.
Al contrario, con la herramienta enhiesta en su mano derecha se aproximó cauto,
ante quien usaba su nombre sin distinguirlo apenas. Don Gustavo se apeó del
vehículo, se quitó el kepis que lo cubría y le increpó jubiloso: “genio y
figura, Orlando Noguera, soy Gustavo López!”. Lanzó el machete parcelero al
costado y ambos se fundieron en un abrazo hondo que hizo comprender a los
presentes el valor de la amistad sincera. Al convidarnos a su casa, doña Teresa
salió al encuentro de quien como Director de Educación del Estado, la había designado
maestra rural, hacía más de 30 años y que nunca más supo de él, encubierta en
los sugestivos parajes capurenses. Renovaron los recuerdos a Chano Noguera
Mora, hermano de don Orlando y la amistad de entonces que superaba la barrera
de los credos políticos. Aún cuando tenían distinta doctrina, Noguera Mora y Gustavo
López se avinieron en labores públicas y ambos ejercieron, a su tiempo, la
Gobernación de Mérida. En las horas sucesivas todo fue camaradería y repaso por
la historia local, con el atavío familiar en la hechura del pueblo, donde cada
aporte a Capurí tiene la traza de un Noguera Mora. Don Orlando era el patriarca
de su tierra y su casa; la casa de todos, pues nadie salía de allí con las
alforjas vacías. Vimos los pergaminos que acreditaron sus estudios en Costa
Rica, hechos “por decisión de Chanito que quería lo mejor para los suyos”,
evocaba con orgullo al hermano diplomático, mientras revelaba el saber agropecuario
y las bondades de la forrajería que trajo, años ha, de Centroamérica. La estancia
de impecable producción, hablaba de un digno representante del gentilicio
surandino de siempre. Mientras parientes suyos se marcharon buscando nortes de
erudición como José de Jesús, Neptalí y Luciano, él se quedó en Capurí honrando
la memoria de su estirpe catalana que legó sangre, patronímico y saber en esta
tierra. Al cabo de un par de días, disfrutando la bonhomía del honorable
paisano y su familia, nos despedimos con indudable gratitud por obsequiarnos la
bondad del hogar solidario y de ancestrales valores espirituales. Hoy, cuando
el Supremo Hacedor lo lleva a Su Trono, echamos de menos al último bastión de la
dinastía sureña que hizo grandes a nuestros pueblos.
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