Pbro. Edduar Molina Escalona*
El Carnaval le viene su nombre del latín carnen levare, que significa «quitar la carne», es por eso que se dice que “las fiestas carnestolendas son las fiestas de la carne”. Son tan antiguos sus orígenes, que se tiene noticias de antes de la era cristiana en Europa. Así se conoce en Roma se celebraba con el nombre de saturnalita, fiesta familiar al inicio de la primavera. Con el cristianismo en Europa y la tradición cristiana de la imposición de la ceniza, en la cuaresma. Las festividades carnavalescas se colocaron en los tres días anteriores a esta fecha en los que el pueblo se entregaba a todos los placeres que debía renunciar al iniciarse la cuaresma.
Con la llegada de los españoles a nuestra Patria, entra también esta populosa celebración que se practicaba con la costumbre de jugar con agua y todo tipo de sustancias como huevos, azulillo, etc. Más tarde con el Obispado de Diez Madroñero en Caracas, en el siglo XVIII, los carnavales se convirtieron en tres días de rezos, rosarios y procesiones, por considerar el Obispo que eran fiestas pecaminosas. Por instrucciones del Intendente José Abalos, volvió nuevamente el carnaval a Caracas, aunque de forma más refinada, celebrándose con comparsas, carrozas, arroz y confites, dejándole a los esclavos y a la plebe los juegos con agua y sustancias nocivas.
En nuestros pueblos del sur la tradición de los días de los carnavales tuvo su formación en los viejos salones de las escuelas, los preceptores motivaban a sus alumnos para que pusieran todo su empeño y talento en hacer carteleras, adornar el salón y hasta una fiesta de disfraces o desfile de comparsas por las calles principales para motivar tan sentido acto.
Nunca faltaron los profesionales venidos de otros pueblos, que no sólo daban sus aportes en el campo del servicio a la comunidad, sino que se las ingeniaban para arreglar de la mejor manera “las caretas”, y lo más peculiar: los jóvenes disfrazados de viejas campesinas, para la gran fiesta, pues por las noches bajo un tropel de chiquillada detrás de “ellas”, recorríamos las calles, siendo amenazados por sus rejos que causaban estupor y carcajadas, rompiendo la monotonía y el silencio de nuestros campos.
Hay que valorar la gran creatividad en la elaboración de los disfraces, pues no eran comprados en tiendas de la lejana ciudad, eran hechos con viejos retazos, con el gancho de cambur, con plásticos y hasta de los personajes de la escasa televisión a blanco y negro, como los picapiedras, los pituso, el zorro, la familia monster, entre otros, eran emulados por los hábiles alumnos del liceo. Se premiaban los mejores disfraces y carrozas, lo que motivaba aún más su excelente preparación.
Tampoco faltaban los quincalleros o los negocios del pueblo que vendían “las máscaras” de nuestros personajes en la tele, las cuales lucíamos en las noches de carnaval sureño. En pleno día y cuando el sol arreciaba se sacaban los “baldes de agua”, para hacer la guerra de mojarse, no se perdonaba a ningún transeúnte en la calle un mar del vital liquido corría mientras la juventud acechaba a la defensa del equipo contrario, que siempre eran los de la otra calle.
Así el carnaval se convertía en una manera sana de divertirnos en familia, de desarrollar talento, de auténtica fraternidad y encuentro de hermanos. Nunca se le faltó el respeto a nadie ni se arrojaban sustancias dañinas o sucias como en la actualidad. Quiera Dios que tomemos conciencia de rescatar estas sanas costumbres que son patrimonio invalorable de la cultura popular y del sentir surmerideño.
*Cronista Oficial del Municipio Arzobispo Chacón
cronistacanagua@hotmail.com
El Carnaval le viene su nombre del latín carnen levare, que significa «quitar la carne», es por eso que se dice que “las fiestas carnestolendas son las fiestas de la carne”. Son tan antiguos sus orígenes, que se tiene noticias de antes de la era cristiana en Europa. Así se conoce en Roma se celebraba con el nombre de saturnalita, fiesta familiar al inicio de la primavera. Con el cristianismo en Europa y la tradición cristiana de la imposición de la ceniza, en la cuaresma. Las festividades carnavalescas se colocaron en los tres días anteriores a esta fecha en los que el pueblo se entregaba a todos los placeres que debía renunciar al iniciarse la cuaresma.
Con la llegada de los españoles a nuestra Patria, entra también esta populosa celebración que se practicaba con la costumbre de jugar con agua y todo tipo de sustancias como huevos, azulillo, etc. Más tarde con el Obispado de Diez Madroñero en Caracas, en el siglo XVIII, los carnavales se convirtieron en tres días de rezos, rosarios y procesiones, por considerar el Obispo que eran fiestas pecaminosas. Por instrucciones del Intendente José Abalos, volvió nuevamente el carnaval a Caracas, aunque de forma más refinada, celebrándose con comparsas, carrozas, arroz y confites, dejándole a los esclavos y a la plebe los juegos con agua y sustancias nocivas.
En nuestros pueblos del sur la tradición de los días de los carnavales tuvo su formación en los viejos salones de las escuelas, los preceptores motivaban a sus alumnos para que pusieran todo su empeño y talento en hacer carteleras, adornar el salón y hasta una fiesta de disfraces o desfile de comparsas por las calles principales para motivar tan sentido acto.
Nunca faltaron los profesionales venidos de otros pueblos, que no sólo daban sus aportes en el campo del servicio a la comunidad, sino que se las ingeniaban para arreglar de la mejor manera “las caretas”, y lo más peculiar: los jóvenes disfrazados de viejas campesinas, para la gran fiesta, pues por las noches bajo un tropel de chiquillada detrás de “ellas”, recorríamos las calles, siendo amenazados por sus rejos que causaban estupor y carcajadas, rompiendo la monotonía y el silencio de nuestros campos.
Hay que valorar la gran creatividad en la elaboración de los disfraces, pues no eran comprados en tiendas de la lejana ciudad, eran hechos con viejos retazos, con el gancho de cambur, con plásticos y hasta de los personajes de la escasa televisión a blanco y negro, como los picapiedras, los pituso, el zorro, la familia monster, entre otros, eran emulados por los hábiles alumnos del liceo. Se premiaban los mejores disfraces y carrozas, lo que motivaba aún más su excelente preparación.
Tampoco faltaban los quincalleros o los negocios del pueblo que vendían “las máscaras” de nuestros personajes en la tele, las cuales lucíamos en las noches de carnaval sureño. En pleno día y cuando el sol arreciaba se sacaban los “baldes de agua”, para hacer la guerra de mojarse, no se perdonaba a ningún transeúnte en la calle un mar del vital liquido corría mientras la juventud acechaba a la defensa del equipo contrario, que siempre eran los de la otra calle.
Así el carnaval se convertía en una manera sana de divertirnos en familia, de desarrollar talento, de auténtica fraternidad y encuentro de hermanos. Nunca se le faltó el respeto a nadie ni se arrojaban sustancias dañinas o sucias como en la actualidad. Quiera Dios que tomemos conciencia de rescatar estas sanas costumbres que son patrimonio invalorable de la cultura popular y del sentir surmerideño.
*Cronista Oficial del Municipio Arzobispo Chacón
cronistacanagua@hotmail.com
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