Ramón Sosa Pérez
Esta crónica se detiene en el mes de julio, en el Mucutuy
de mis primeras letras. Discípulos de la maestra Teresa Rodríguez, repasábamos
el libro “Aurora” para erguirnos luego en las lecturas de “Pedrito”; texto
reservado sólo a los aventajados del 1er grado que llevaban dominio destacado
frente al grupo. Frente a la plaza Bolívar y con la custodia sempiterna del
histórico samán que daba sombra a un curioso trébol de cuatro hojas, se
sucedieron los años primeros en la década de los 70, en las clases de la
señorita Elsa y Severo Rivas en el 2do grado. Ya al inicio del tercero con la
maestra Digna Rodríguez Herrera, hubo la mudanza de la escuelita al Grupo
Escolar, que quedaba al final de la añeja calle ancha y empedrada, modesta y
grata. De entonces data más clara la evocación. En la mañana había el ritual
del himno nacional, la formación, las tareas, las clases y los recreos inmemoriales.
Luego más clases, el comedor y la salida, calle arriba o por las bocacalles
jugando con los compañeros mientras las maestras subían en una suerte de cadena
de impecable azul marino, que se nos hizo infinito en la memoria de los años. En
las tardes de julio era invariable el invierno en mi pueblo y entonces
chapoteábamos en duelos renovados al final de la jornada escolar, sin reparar
en la reprimenda que la tendríamos segura en casa. A veces la bronca familiar
se atenuaba con la larga lista de mandados que debíamos desarrollar, luego del
sabroso café con aliñado pan. De seguidas nos concentrábamos en las tareas para
que antes del crepúsculo ya estuviera todo en orden. De aquella escuela “Emilio
Maldonado López” la retina y el corazón atesoran jubilosos momentos como los
días de guardia que en cada grado nos asignaban para ir al patio a tocar la
salida al recreo o al medio turno “cuando sonaba el repique/ de aquella campana
vieja/ hecha de un rin de camión/ colgado de una cadena/”, entre cientos de
anécdotas, invalorables en el recuerdo. En 4to grado estaba el profesor José
Contreras, aplicando ley desde la Dirección del plantel, acompañado del tenebroso
compás de madera que hacía las veces de ferulilla, espantando perezosos y
aquietando intemperantes. Los grados 5to y 6to estuvieron reservados por años a
la recordada maestra doña Inés de Rivas. Con el poeta Manuel Graterol retengo
mis recuerdos de entonces: “y llegabas a la clase/a enseñarnos la manera/de
darle ternura al canto/de darle canto a la senda/ de darle amor a la flor/ y
darle flor a la abeja/y se te escuchaba la voz/ por los patios de la escuela:/
-Niño, te vas a ensuciar/ si sigues jugando metras/- Muchacho, recoge el
libro/no sigas tirando piedras/”. Así era julio en el Mucutuy de mis añoranzas,
hoy pleno de bondad en la justa nostalgia de los años.
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