Ramón Sosa Pérez
Un modesto labriego, de los tantos que echaron de menos la muerte
impensada y doliente de don Pedro Antonio Sosa, reveló así su pesar: “Ha muerto
el botalón del pueblo”. Esta suerte de epitafio que pronunciara Hilarito Rojas,
camino de su casa en la aldea El Achote, descubría la ausencia forzosa de uno
de los grandes benefactores de Mucutuy, en el sur de Mérida, ocurrida en fatal
accidente el miércoles 16 de mayo de 1979, en El Trompillo de San José, vecino
al viejo apostadero que recuas y arrieros de antaño frecuentaron hasta bien
entrados los años 60, del pasado siglo. También fue arriero Don Pedro, en sus
años mozos.
Curas, médicos, agentes de policía y jefes civiles que los hubo en
Mucutuy, nativos de otros lugares pero que llegaron a prestar allí sus
servicios, hallaron en Don Pedro Antonio Sosa, la mano espléndida que les
facilitaba desde su hogar munífico, junto a su esposa Emilia de Sosa. Igual
trato podía atestiguarse del aldeano sencillo, del labrador más humilde o de la
mujer jornalera en las cosechas de café, maíz o en los “trabajos de adentro”,
como se llama a las tareas de la servidumbre en casa de los pudientes.
CUNA DE PENURIAS
Un vetusto caserón de tejas y tierra pisada, en la aldea Mucucharaní,
era la modesta morada de Isidro Sosa y Rosalía Osorio, matrimonio de larga prole
que llegó a la docena. Pedro Antonio fue el benjamín de la camada y nació el
miércoles 4 de enero de 1911. El Morretón era un pequeño vergel que concluía en prolongado farallón donde
podían alimentarse sin mayores aspavientos un par de vacas con sus crías. En el
peñasco se apuraba un labrantío que a duras penas aliviaba la carencia
familiar. Don Isidro falleció cuando Pedrito estaba de muy corta edad y en sus
hermanos debió fijar la imagen del padre ausente.
Doña Rosalía vivió las angustias de la progenie
que en El Morretón no tenía mayor desahogo. Eusebio y Severiano, los hijos
mayores, acarreaban lo que fuera menester para afianzar el bastimento. Pedro
Antonio tenía 19 años de edad cuando la orfandad lo sorprendió por la muerte de
la madre y don Filomeno Vielma, curador de su recatado patrimonio, le entregó la
propiedad confiada por doña Rosalía. De jornalero a destajo pasó a peón de
bestias en casa de don Altagracia Sosa Rojas.
ARRIERO
EN HORIZONTE ABIERTO
Don Altagracia, sucesor de sangre canaria que
moró en el sur y cuya raíz de La Palma, se enlazó con savia criolla, era dueño
de uno de los arreos que había entre Mucutuy y La Cordillera, como llamaban a
la ciudad serrana. Pedro Antonio se hizo arriero y marcó
su itinerario con la recua en el transporte de café, caraota y maíz que
canjeaba por sal y panela. Unos años en el rudo trabajo fueron suficientes para
templar su ambición de comerciante. Marchó luego “a la tierra llana” en busca
de oportunidades. Su soltería le permitía el ansiado momento de probar suerte
en otro lugar.
Frontis de la plaza Bolívar, en Mucutuy |
Cansado de la vida de mandadero en el arreo, solicitó a crédito una
mula al comerciante que despachaba a su patrón. La confianza en la palabra de
Pedro Antonio signó el comienzo de un comercio que condujo por años entre
Barinas, Mucuchachí y Mucutuy, donde mantenía compra-venta de ganado y animales
de carga. Mil privaciones cincelaron la etapa primera
pero, amante de la autonomía como fue siempre, supo sortearlas y apilar
experiencia en la prueba del destino. En adelante, se propuso edificar su
familia y antes de cumplir los 20 años se desposó con Emilia Sosa y para ello
debió emigrar hasta Aricagua, el pueblo cercano.
VALORES
ESPIRITUALES SUREÑOS
La pareja inició en Mucutuy una vida coligada a
valores de solidaridad, cultivados en hogares guiados por la égida de viejos
patrones espirituales. Nada les era ajeno por cuanto la vida entre montañas los
comprometía a vivir confinados a una adhesión que se recreaba en la ocasión de
servir, sin condiciones. Don Pedro Antonio, que así era llamado por su grandeza
de alma y no por demanda vanidosa, fue siempre cercano al desvalido porque en
ellos veía el calco de su origen. Cuando la holgura económica lo alcanzó, en su
hogar no faltó bastimento para quien lo visitara o remedio para calmar el
infortunio pedido en la puerta de su casa.
A la izquierda, Luis Sánchez el Telegrafista, Pedro Antonio Sosa Prefecto Civil, Rita y Juan Rivas, contrayentes y de pie, Vicente Elías Molina, Juez del Distrito Libertad |
Don Isidro había sido Juez de Municipio, en
tiempos que la probidad ciudadana era un documento abierto, a vista de todos.
De él heredó la honradez y lealtad a la palabra empeñada mientras que de la
madre fue sucesor excepcional de la tenacidad en el trabajo y la fortaleza de
ánimo para vencer las adversidades. El matrimonio no llevaba mayor caudal que
un empeño por salir adelante con la fuerza de su fe y el vigor de su trabajo. El
pudiente comerciante y pariente Don Pablo Sosa les proveyó de “una vaca a
medias”, que parcamente les dejaba un par de litros de leche interdiarios para
paliar la penuria de su alacena.
PROTECTORADO
DE EXCEPCIÓN
Pedro Antonio afrontó un comienzo con muchas necesidades pero que el
tiempo tradujo en destino de realizaciones, avecinándolo a las angustias de los
paisanos, a quienes correspondió en la solución de sus urgencias, con mano
generosa y franca. Nadie nunca se marchó de su casa con las alforjas vacías. Bregador
social de gran ascendente en Mucutuy, asentó raíces de profunda vinculación con
el desvalido, quizá calcado en su remota orfandad. La Divina Providencia no les
proveyó linaje biológico pero les confirió capacidad enorme de afecto como
alero de crianza y educación a 18 huérfanos que se formaron en su hogar de amor
infinito.
Su opinión y consejos eran citados con frecuencia, ya para transar un
negocio, remediar una necesidad, saldar un litigio de linderos o apelar su
ascendente para socorrer un desacuerdo. Su culto al trabajo, el desprecio a la
indolencia y a la flojedad lo convirtieron en un respetable personaje como se infiere
de estos versos biográficos: “Bien temprano se levanta/ esta pareja
ejemplar/ Don Pedro va a sus quehaceres/ en la finca, a vaquerear,/ a
vigilar y cuidar la cerca/ de La Quina, El Moliniyal,/ Flor Amarillo,
Mocomboco/ La Cuchilla o El Maporal./ Entretanto, Doña Emilia/ va
asistiendo en el hogar/ el negocio, los peones/ y el control del capital.”
GOBERNANTE PROBO Y AMIGO
El aislamiento que han tenido los pueblos del sur, situados al envés de
la cordillera merideña, negó oportunidad de estudio básico por décadas y su acceso
era privativo de quienes socorrían su ventaja en paga particular a maestros
como Elodia Monzón o Arnoldo Varela, preceptores luego de la primera Escuela
Federal de Mucutuy. Pedro Antonio Sosa conoció la educación elemental que sumada
a su experiencia de mercante y viajero, le dieron madurez temprana y
aventajada. Su padre había sido juez del Municipio y la huella se racimó en el
hijo que fue nombrado Prefecto Civil en el alba democrática de Venezuela, en 1959.
Militante del socialcristianismo, más por credo religioso que por
vocación política, Don Pedro congenió con su coetáneo, el Dr. Carlos Febres
Pobeda. Al ser escogido Gobernador de Mérida citó a su correligionario como
Prefecto Civil y Jovino Carrero, prosélito de URD, asumió de Secretario. La alianza
a tres manos, entre Copei, AD y URD, fue garante de equidad y probidad, aún en
los más apartados rincones de la geografía. José Manuel García en su libro
Historias de un Médico Rural, asegura que el Prefecto Pedro Antonio Sosa hizo
firmar más de 100 cauciones, invocando correcciones antes que castigar a
vecinos, compadres y amigos.
COMPROMISO SOCIAL
En su última fotografía, estampa típica de Don Pedro Antonio Sosa, en 1979 |
Era párroco de Mucutuy Jesús Alfonso Rojas, quien luego fue Secretario
de la Arquidiócesis y en la relación epistolar con don Pedro Antonio, se halla el
interés de ambos en pedir apoyo oficial para mejorar los caminos del sur. En julio
de 1959, el diario Ultimas Noticias reseñó: “la primera noticia de los efectos
producidos por los movimientos sísmicos en la región fue ofrecida vía radio por
el Prefecto de Mucutuy Pedro A. Sosa quién informó que los movimientos sísmicos
provocaron el deslizamiento de todo un cerro que sepultó a un arriero con sus
animales, obstruyó el camino y dejó incomunicado al pueblo de Aricagua”.
En los años 60 en este corredor que daba a la calle, acampaban los arreos de mulas que canjeaban su mercadería en la tienda de don Pedro |
Más allá de mero informante, al Prefecto Civil le correspondió socorrer
a las víctimas del sismo. Su casa paterna de El Morretón, reportada entre los
daños materiales del movimiento telúrico del año 59 sufrió serias averías en la
aldea Mucucharaní, reportó el periódico La Esfera de Caracas pero Don Pedro
Antonio optó por atender los caminos calamitosos, reparar los derrumbes entre
Aricagua y Mucutuy, despejar con cayapas los trechos perjudicados y auxiliar a los paisanos afectados en Mocomboco,
Mucucharaní y otros caseríos.
PADRINAZGO BENÉVOLO
Era su casa en Mucutuy, pernocta obligada de todos. Los domingos
llegaban familias sencillas a cumplir el ritual católico. Al salir de la misa
de 11 y mientras los hombres proveían la despensa en la tienda del viejo
mercante, las mujeres y sus críos iban al almuerzo, que doña Emilia concedía. Un benévolo padrinazgo, quizá el mayor en la
historia sureña, lo hizo protagonista de gran causa social pues ello lo exigía
al apoyo de sus ahijados, que se contaban por centenas. En muchos hogares el
vínculo era tan frecuente que padres y padrinos lo confundían y se duplicaba la
bendición, sin atinar a quien correspondía de verdad el sacramento.
Don Pedro Antonio y su esposa, doña Emilia, en compañía de los pequeños Ramón y Solly Emilia |
Don Pedro estimuló a las parejas jóvenes que aspiraban horizonte de adelanto
y en su holgada posición agradecía al Altísimo la ocasión de socorrerlos. En él
confluían amistad y voluntad de servicio y por ello atesoró el mayor capital en el recuerdo de los
suyos, en la obra generosa que legó a su pueblo, en el ejemplo próvido de
trabajo y en la heredad de una vida sin tacha. Fue un filántropo que apuntaló a
la familia necesitada de Mucutuy, en el sur merideño. A 35 años de su muerte, ocurrida
la tarde del 16 de mayo de 1979, el nativo lar evoca su legado.
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